Sarah y Angelina, dos patricias del sur profundo estadounidense originarias de Charleston, renegaron de su patria y del destino que el capitalismo esclavista les tenía reservado. La capacidad para comprender su posición de clase privilegiada, al tiempo que atrozmente opresora, les hizo escapar de la tela de araña que la economía de las plantaciones llevaba siglos tejiendo a base de destrozar cuerpos y mentes.
Su itinerario vital las llevaría a convertirse en lideresas abolicionistas, primero, y en precursoras del feminismo más tarde. Convirtieron su severa formación religiosa en combustible ideológico para la transformación social. Su apuesta sin concesiones las llevó a ingresar en un cuaquerismo del que serían expulsadas; su pasión por la igualdad las convirtió en profesoras de escuelas libres; su búsqueda de la libertad las condujo a falansterios. Escribieron manifiestos y ensayos capitales para la emancipación de las mujeres sepultados por la historeografía masculina. Fueron oradoras deslumbrantes ante auditorios multitudinarios, ridiculizadas por la prensa. Su elocuencia y astucia legendarias les hizo salir airosas de disputas con cúpulas eclesiáticas, antiesclavistas contemporizadores y élites patriarcales. En una sociedad puritana, machista y racista, hicieron añicos las convenciones sociales, la política de las medias tintas y la subalternidad de la mujer.
Vivieron austeramente, siempre con la pobreza rondando, pero disfrutaron de la vida con una clarividencia y determinación que, todavía hoy, resultan deslumbrantes. Y ello, a pesar de ser plenamente conscientes del tiempo histórico en el que estaban atrapadas. Su epopeya, guiada por una voluntad férrea, es la de quienes lo quieren todo y, gracias a ello, fuerzan los límites de lo posible.