Una carta de amor a la diversidad lingüística de nuestro país. En losaños del franquismo, en una parroquia asturiana, el maestro,castellanohablante, enseña las vocales a sus alumnos. En la pizarra,dibuja al lado de un abanico unaáa: «es laáaáde?». Todos gritan alunísono: «¡aád'abanicu!». Del abanico al abanicu, el pecado parecemenor. Al llegar la siguiente vocal, laáeáemerge junto a un erizo enla pizarra. Y cuando el maestro repite: «es laáeáde?», todos replican: «¡ye laáeáde curcuspín!». Y es que los erizos normativos, por muchoque ocupen pizarras y documentos oficiales, son pocos en comparacióncon los curcuspines y su asamblea de nombres.Sorprende que las lenguas del Estado despierten interés fuera de sus territorios, más aún desde el mismo centro. Sin embargo, ¿cómo no va a aprender asturianu ocatalà alguien que, como Mario Obrero, pisa a diario las calles cadavez más políglotas de una ciudad como Getafe? Dice el autor que «laherencia de los pobres son las palabras». Reivindiquémoslas, entonces, en todas sus formas; porque frente a unos marcos cada vez másestrechos y limitados necesitamos palabras, entes