«Corría el año 390 a. C. La ciudad de Roma estaba en manos de los senones, un pueblo galo que había invadido el Lacio desde el norte. Había sido arrasada sin piedad y sus habitantes, presas del pánico, la habían abandonado o habían perecido defendiéndola. Solo unos pocos resistían atrincherados en la colina del Capitolio, pero, vencidos por el hambre, se avinieron a pagar su libertad con un rescate de mil libras en oro. Reunida con esfuerzo tan enorme cantidad, mientras se pesaba el precioso metal en una gran balanza, los romanos observaron que los pesos estaban trucados y, furiosos por el engaño, protestaron ante los galos. Displicente, Breno, el caudillo de los invasores, se limitó a dejar caer su espada sobre un platillo de la balanza y, en palabras de Tito Livio, proclamó: Vae victis!, ( ¡Ay de los vencidos!)». Puede o no ser una leyenda, pero su enseñanza es evidente: en la guerra, los vencidos no pueden esperar justicia de los vencedores. Son estos los que imponen sus condiciones y, casi siempre, los que narran su victoria de forma que parezca justa a los ojos de las generaciones futuras. Precisamente